A pesar del creciente consenso científico sobre los peligros de ciertos pesticidas, muchos de estos químicos continúan produciéndose, utilizándose y consumiéndose en todo el mundo, incluso en países donde se han prohibido oficialmente. Esta disonancia global es especialmente evidente al comparar las regulaciones sobre pesticidas en la Unión Europea y los Estados Unidos.
La Unión Europea, que se basa en gran medida en el principio de precaución, adopta un enfoque marcadamente más cauteloso que EE. UU. en cuanto a la regulación de pesticidas. Este principio prioriza la acción preventiva ante la incertidumbre, lo que traslada la carga de la prueba a los fabricantes, quienes deben demostrar que una sustancia es segura antes de aprobarse su uso. Si existen pruebas científicas fiables que indiquen que un pesticida podría representar una amenaza grave para la salud humana o el medio ambiente, la Unión Europea tiende a prohibirlo o restringirlo, incluso si los riesgos aún no están completamente establecidos.
Como resultado, docenas de pesticidas —incluidos compuestos conocidos como el paraquat, el forato y la atrazina— están prohibidos en los países miembros de la Unión Europea. Estas sustancias se han relacionado con problemas de salud, como la enfermedad de Parkinson, alteraciones hormonales y cáncer, así como con daños ambientales significativos.
En contraste, EE. UU. adopta un enfoque basado en el riesgo, que permite el uso de pesticidas mientras se considere que los beneficios superan los posibles riesgos. Las decisiones regulatorias suelen basarse en datos proporcionados por los propios fabricantes y toman tiempo en cambiar, incluso ante evidencia creciente. Como consecuencia, muchos pesticidas prohibidos en la Unión Europea siguen siendo legales y se utilizan ampliamente en la agricultura estadounidense. El paraquat, por ejemplo, está prohibido en más de cincuenta países, pero aún se aplica en grandes cantidades en los campos de cultivo de EE. UU., lo que contribuye al aumento de casos de enfermedad de Parkinson.[1]
Irónicamente, aunque EE. UU. prohíbe ciertos pesticidas por razones de seguridad, empresas estadounidenses continúan fabricando y exportando estos químicos a otros países, particularmente del sur global. En la actualidad, más del 80 % de los países que importan pesticidas neurotóxicos prohibidos en EE. UU. son naciones de ingresos bajos o medios, que cuentan con escasas protecciones legales para restringir su importación.[2] Estos pesticidas suelen usarse con menos regulaciones y normas de seguridad más laxas, lo que pone en riesgo tanto a trabajadores agrícolas como a comunidades cercanas.
Esta demanda internacional mantiene altos los niveles de producción. En lugar de eliminar las sustancias dañinas gradualmente, los fabricantes incrementan su producción para abastecer el mercado global. En muchos casos, los pesticidas prohibidos en EE. UU. o en la Unión Europea continúan siendo de uso generalizado en otras partes del mundo.
Debido a la naturaleza global del sistema alimentario, los pesticidas prohibidos siguen entrando a EE. UU. a través de alimentos importados. Las frutas, vegetales, cereales y otros productos cultivados con sustancias que ya no están permitidas en la nación pueden seguir vendiéndose en los supermercados estadounidenses. Si bien se hacen inspecciones a las importaciones, solo cubren una pequeña fracción de los envíos, y los límites de residuos de pesticidas varían enormemente entre países.
Esta laguna legal implica que los consumidores estadounidenses pueden estar expuestos, sin saberlo, a químicos peligrosos que las propias autoridades reguladoras del país han clasificado como nocivos.[3]
La disonancia entre las prohibiciones nacionales y el uso internacional muestra una necesidad urgente de contar con regulaciones de pesticidas más coherentes y coordinadas mundialmente. También plantea interrogantes éticos sobre el papel de los países más ricos en la perpetuación de riesgos ambientales y de salud en el extranjero. Fortalecer los acuerdos internacionales, mejorar los controles de residuos en las fronteras e incentivar alternativas más seguras son pasos clave para proteger tanto la salud mundial como la integridad del sistema alimentario.
Hasta entonces, el comercio tóxico de pesticidas prohibidos seguirá siendo un ejemplo notable de cómo nuestra salud puede verse afectada por vías ocultas y nocivas, y de cómo, injustamente, se transfiere a los consumidores la responsabilidad de protegerse por cuenta propia.
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