Cada vez, me viene a la mente qué tan pequeño e interconectado se está volviendo nuestro mundo. Las máquinas de fax, el correo electrónico y los teléfonos móviles de todos los tipos nos recuerdan constantemente —sin importar dónde estemos—, el comunicar y llegar a conocer a nuestra humanidad compartida.
China también me recordó otro factor: no importa cuán pequeño se esté volviendo nuestro mundo, los occidentales y los orientales todavía tienen pensamientos y experiencias contrastantes en salud. Las ideas chinas surgen de siglos de práctica; las de nosotros, de herramientas de la ciencia moderna y de la medicina. Su objetivo es controlar la enfermedad a través de la prevención; el de nosotros es controlar la enfermedad a través de la curación. Los chinos, al menos en la China rural, dependen principalmente de alimentos basados en plantas; nosotros dependemos principalmente de alimentos de origen animal. Para tener una buena salud, ellos enfatizan en experiencias de cuerpo completo y el consumo de alimentos sin procesar; nosotros hacemos énfasis en la “solución mágica” de los productos farmacéuticos y los procedimientos quirúrgicos dirigidos.
Mi hipótesis editorial para una vida sana: más importante que conocer cuáles genes causan determinada enfermedad es conocer cómo controlar la expresión genética a través de las prácticas de alimentación y estilo de vida.
En ninguna parte nuestras filosofías contrastantes son más evidentes que en las noticias recientes sobre las conexiones entre genes y enfermedad. De acuerdo con estos informes, hay uno o más genes o unidades hereditarias responsables por el cáncer de seno, el cáncer de colon, el cáncer de hígado, la enfermedad de Alzheimer, etc. Dos recientes historias de primera plana del New York Times, escritas por Gina Kolata, señalan que los científicos han descubierto ahora cerca de 900 genes que están directamente asociados con algún tipo de enfermedad u otra condición. Lo que estos artículos no mencionan es el papel que la alimentación puede jugar en la alteración de estos pronósticos genéticos.
Estoy hablando de genes en el sentido más amplio de la palabra. Considero que los genes son tanto los genes naturales dados por nuestros padres y aquellos mutados que se originan después de que nacemos. En este caso, las implicaciones son las mismas. Cada respuesta biológica, enfermedad o cualquier otro, se origina directa o indirectamente de los genes dentro de nuestras células. Estos genes son, en esencia, los planos de nuestra existencia biológica. Son las “semillas” de las que surgen las respuestas.
Lo admito, estos nuevos descubrimientos genéticos son maravillosamente fascinantes. En cierto modo, estamos empezando a comprender el fundamento mismo de la enfermedad. Las pruebas comerciales están ya empezando a estar disponibles para determinar exactamente qué genes están vinculados a qué enfermedades precisamente. Pero, lamentablemente, algo muy importante falta. Es esto: estamos ignorando las condiciones de la alimentación y el estilo de vida que determinan cómo y cuándo se expresan estos genes. Casi siempre, tener un gen particular no es la única ni la palabra final. Antes de que un gen pueda manifestarse en una enfermedad o en otra condición, su mensaje “oculto” debe ser expresado.
Recientemente, un creciente número de investigadores se han interesado en aquellos factores responsables de la expresión génica. Uno de mis graduados posdoctorales ha demostrado convincentemente, por ejemplo, que la expresión del gen responsable por el cáncer de hígado puede ser reprimido dramáticamente y dicho cáncer se puede postergar, o incluso prevenir, si se consume menos proteína de origen animal. Este tipo de descubrimiento no es nuevo. Hace muchos años, los investigadores encontraron que la producción de enzimas, que son los principales productos de la expresión génica, también podría ser marcadamente controlada por lo que comemos. Desafortunadamente, esta información no está siendo divulgada lo suficiente, con resultados desastrosos.
Los artículos a los que me refería anteriormente plantean algunas preguntas éticas importantes. Por ejemplo, ¿qué hace alguien cuando se entera de que, por causa de sus genes, está destinado a un cáncer o a un desorden neurológico? ¿Qué harán los empleados y las compañías de seguros con dicha información? ¿Deberían los padres decirles a sus hijos que dieron positivo? La lista sigue y sigue.
Qué diferencia haría si solamente pudiéramos recordar que los genes solamente establecen el potencial para la enfermedad, pero no causan enfermedad por sí solos. Debemos entender, apreciar y, por ende, actuar ante esos factores responsables de expresar o exponer los mensajes genéticos ocultos.
Lo que más me preocupa sobre estas historias es el fatalismo transmitido por los científicos a los doctores, y por los doctores a sus pacientes. Las personas que se enteran de que tienen esos genes productores de enfermedades, a menudo se comportan de formas muy trágicas e improductivas. De acuerdo con el reporte del New York Times de la señorita Kolata, un niño de nueve años que, en otros aspectos estaba saludable, resultó positivo para el gen de un trastorno neurológico y fue puesto en un hogar de crianza temporal. En otros casos, algunas mujeres jóvenes y saludables, cuando se les anunció que tenían una susceptibilidad genética para el cáncer de seno, se sometieron a mastectomías tempranas. Incluso han tratado de cometer suicidio.
En este caso, los genes proveen lo innato; los factores de nutrición y estilo de vida proveen lo adquirido.
La señorita Kolata escribe que algunos científicos prefieren no decirles a los padres de los niños que resultan positivos por el gen del Alzheimer porque “no puede ser tratado ni prevenido”. ¡Cuánto fatalismo! Si esto es cierto, entonces ¿por qué hay correlación relativamente fuerte entre la incidencia de esta enfermedad y el consumo de carne? ¿No será que ese gen responsable por la enfermedad de Alzheimer es similar en su expresión al gen del hígado y se puede reprimir comiendo menos carnes u otras comidas? De hecho, el mensaje subyacente en los artículos del New York Times parece ser que la principal razón de la prueba genética es que nos permite rastrear las enfermedades más de cerca para que podamos determinar cuándo la cirugía u otra intervención seria puedan ser necesarias.
Prácticamente no se hace ninguna mención en las noticias que indique que estos genes deben expresarse para hacer su daño. En este punto, la evidencia científica apoya el rol de la nutrición adecuada en la prevención de ciertas enfermedades, proporcionando así una manera de controlar la expresión de genes indeseados. Aunque no sabemos exactamente qué tipos de nutrientes previenen estas enfermedades, ni cómo actúan en controlar la expresión génica, sabemos que el consumo rutinario de alimentos basados en plantas ofrece la mejor oportunidad de proporcionar un control general para la mayoría de estas enfermedades, y por tanto, la expresión de sus genes subyacentes.
Mis colegas que enfocan su trabajo en estos genes (algunos de nosotros los llamamos “los jinetes de los genes”) discrepan conmigo en este punto porque quieren saber el mecanismo exacto y los agentes exactos en los alimentos responsables por este efecto. Desafortunadamente, esos científicos parecen tener poco conocimiento o esperanza en la idea de que, al consumir alimentos sin procesar del tipo indicado, podremos controlar el desarrollo de las denominadas enfermedades genéticas.
En general, los biólogos moleculares están apostando por la idea de que algún día no muy lejano la ciencia será capaz de reemplazar nuestros genes defectuosos causantes de enfermedades con unos nuevos. Se llama terapia genética. Supuestamente, cuando seamos capaces de identificar todos los genes responsables por nuestras enfermedades, seremos capaces de extraerlos y reemplazarlos por unos nuevos.
Esta historia sobre los genes y los jinetes de los genes es solo el más reciente capítulo que ilustra el debate Occidente/Oriente sobre lo innato versus lo adquirido. En este caso, los genes proveen lo innato; los factores de nutrición y estilo de vida proveen lo adquirido.
Aceptaré cualquier cantidad de genes que tenga (de todas maneras, debo hacerlo). No necesito que un montón de Frankenstein piensen en cambiar mis genes, fueren cuales fueren. Prefiero usar el tipo de alimentación que, basada en pruebas contundentes, funciona mejor para mantener bajo control esos genes que deberían permanecer dormidos.
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