La capa superficial del suelo está en peligro. Hace aproximadamente una década, un alto funcionario de la ONU afirmó de forma ampliamente divulgada que este importantísimo recurso natural, del que depende nuestra supervivencia, desaparecerá en 60 años si se mantiene el ritmo actual de pérdida de suelo.[1] “Entre las causas de la destrucción del suelo se encuentran las técnicas agrícolas que utilizan grandes cantidades de productos químicos, la deforestación, que aumenta la erosión, y el calentamiento global”; como advierten los expertos, “los políticos responsables ignoran con demasiada frecuencia la tierra que hay bajo nuestros pies”.
Pero seamos sinceros: no son sólo los políticos quienes ignoran la tierra bajo nuestros pies. Somos casi todos nosotros. Vivimos en una época en la que el desapego hacia el mundo natural y los recursos de los que dependemos es la norma, no la excepción.
Nada ilustra mejor este desapego que nuestro sistema alimentario moderno, un sistema alimentario de productos básicos en lugar de alimentos saludables, de extracción en lugar de regeneración, y de ilimitados monocultivos que dependen de innumerables insumos químicos en lugar de procesos naturales. En el sistema alimentario moderno, casi todos ocupamos el limitado lugar de consumidores en el supermercado. Hemos perdido nuestro poder productivo. Incluso cuando tomamos la decisión saludable de evitar los pasillos de comidas ultra-procesadas y nos dirigimos directamente a los productos frescos, ¿sabemos de dónde proceden nuestros alimentos, cómo se han cultivado, cómo han llegado a la tienda o las numerosas repercusiones de esta cadena de suministro?
Esto no es culpa de un consumidor individual. Estos patrones son el resultado de un proyecto de muchas décadas, apodado la Revolución Verde. El nombre más sensato es “revolución industrial de la agricultura”, ya que se ha definido por el dominio casi total de la industria cada vez más consolidada, sobre todas las facetas del suministro de alimentos, desde las semillas a los fertilizantes, desde la maquinaria a los pesticidas, y todo lo demás. Si esta revolución es verde, lo es por el color verde del dinero, no de la vida, ya que la agricultura moderna es una de las principales causas de las amenazas más acuciantes para la vida: la deforestación, la extinción masiva, la contaminación y la disminución de los recursos naturales.
El contraargumento es que la agricultura moderna es también la única forma de alimentar con éxito a la creciente población mundial y que sus mayores rendimientos son más necesarios que nunca, pero esta defensa, basada en la idea de que una agricultura más eficiente es una agricultura superior, con demasiada frecuencia no tiene en cuenta las flagrantes ineficiencias del sistema.[2] Si alimentar eficientemente a una población creciente es el objetivo más importante, ¿cómo justificamos que casi cuatro quintas partes de las tierras agrícolas produzcan menos de una quinta parte del suministro mundial de calorías?[3]
Abandonar las dietas que requieren más tierra abre la puerta a prácticas menos intensivas. Esta transición requiere un mayor énfasis en el consumo de más plantas, cuyos requisitos de uso de la tierra se comparan muy favorablemente incluso con las opciones cárnicas menos insostenibles.[4]
Pero, ¿qué ocurre con el agotamiento de los recursos naturales que he mencionado antes? ¿Y la pérdida de suelo en concreto? Algunos han puesto en duda la afirmación de que sólo nos quedan 60 años de mantillo o capa superior del suelo.[5] Basándose en un análisis de suelos de todo el mundo publicado en el 2020, algunos sugieren que la crisis no es tan catastrófica como se suele plantear.[6] Sin embargo, aunque haya desacuerdo sobre la cronología, no hay duda de que la disminución de la calidad y cantidad del suelo es un problema grave. Los autores del estudio concluyen que el 93 % de los suelos gestionados de forma convencional en todo el mundo están decreciendo; por el contrario, “la proporción de suelos engrosados en las parcelas de gestión de conservación era significativamente mayor […y] dos veces más probable que estuvieran engrosando en lugar de decreciendo”.
El estudio tenía algunas limitaciones. Quizá la más importante sea que los investigadores sólo analizaron la erosión neta. Incluyen la advertencia de que “hay una serie de procesos regresivos que pueden degradar la capacidad del suelo”, y estos procesos regresivos — la compactación del suelo, por ejemplo — no se incluyen en su análisis. Además, según ellos mismos admiten, su análisis no tiene en cuenta las fluctuaciones de la tasa de erosión, que podría aumentar con el aumento de la intensidad de las precipitaciones (que es, a su vez, un efecto del cambio climático). Teniendo en cuenta estas limitaciones del estudio, lo que es obvio es que necesitamos evolucionar colectivamente hacia prácticas que preserven nuestro suelo en lugar de degradarlo.
Los autores destacan el potencial de mejora del suelo de varias estrategias de gestión de la tierra, como el aterrazamiento, los cultivos de cobertura, el laboreo conservador y la reforestación. Según sus estimaciones, la conversión de tierras agrícolas en bosques o praderas supondría el mayor beneficio neto para la salud del suelo, pero expresan su preocupación por lo que esta conversión podría significar para la producción total de alimentos, dado el crecimiento de la población mundial.
Se podría pensar que éste es el momento ideal para mencionar la diferencia en las necesidades de tierra entre la agricultura basada en plantas y la basada en animales. Con menos tierra necesaria para producir la misma cantidad de alimentos o más (recordemos que casi el 80 % de la tierra agrícola se destina actualmente a la producción de carne, que aporta menos del 20 % del suministro mundial de calorías), la restauración generalizada de la naturaleza no tiene por qué estar reñida con la satisfacción de la creciente demanda mundial de alimentos.[3] Lo decepcionante, pero no por ello menos sorprendente, es que los autores no mencionan el cambio en la alimentación como posible solución.
Casi todos los alimentos que se cultivan en el mundo dependen de la capa superficial del suelo; a menos que podamos revertir las tendencias actuales, se producirá una hambruna generalizada o será necesario cambiar hacia formas alternativas de agricultura, como los sistemas hidropónicos. Mientras tanto, la salubridad de los alimentos también se está resintiendo. Numerosos estudios, incluido el ensayo a largo plazo de sistemas agrícolas del Instituto Rodale, han demostrado que los métodos de cultivo afectan la calidad nutricional de los productos.[7] Además de no contener pesticidas, los productos ecológicos tienen concentraciones demostrablemente mayores de antioxidantes, otros fitoquímicos y minerales. La distinción entre productos ecológicos y convencionales no es tan clara como podría pensarse — no todas las explotaciones con certificación ecológica mejoran necesariamente la salud del suelo por igual, y es posible mejorar la salud del suelo incluso en sistemas convencionales[8]— pero, en general, elegir productos ecológicos es una práctica bien fundamentada para apoyar un sistema agrícola más sostenible.
Durante demasiado tiempo, nos hemos alejado de los procesos naturales de los cuales depende nuestra supervivencia. Y lo que es peor, muchos de nosotros socavamos activamente esos procesos mientras celebramos las posibilidades de las intervenciones tecnológicas; esto no sustituye a un cambio básico de comportamiento. La disminución de la salud del suelo en todo el mundo es un indicio de este desarraigo sistémico. Pero nunca es demasiado tarde para cambiar. Cada mañana, tarde o noche en que nos sentamos a comer es una oportunidad para enraizarnos y apoyar un sistema alimentario más sostenible.
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