“No tienes derecho a estar aquí, Jarod. No te mereces esto. No puedes hacerlo”.
Esas fueron las dudas que rondaron por mi cabeza en las Montañas Rocosas de Nuevo México en julio de 2013, cuando me embarqué en una caminata de 70 millas (112 km) durante dos semanas, con una mochila de 65 libras (29 kg) cuando tenía 14 años. Estaba participando en una de las caminatas más sagradas de los Boy Scouts de Estados Unidos: Philmont Scout Ranch, una aventura para mochileros donde los Scouts soportan desafíos mentales, físicos, emocionales y espirituales. Para mí, esos desafíos se manifestaron de inmediato en el primer día de la caminata. Mientras subía por el primer ascenso de la caminata, viendo al resto de mi equipo hacerlo fácilmente, yo apenas podía respirar, concentrarme o comprender mi entorno, debido a mi falta total de preparación y acondicionamiento físico. Sentí que me estaban aplastando y explotando al mismo tiempo. No pensé que pudiera empeorar.
Entonces empezó a llover.
A lo largo de mis años de escuela primaria hubo ciertos temas que asocié con ciertas personas. Con mis padres: amor y aventura. Con mi círculo familiar ampliado: comida. Durante mi infancia, estar con mis tías, tíos y abuelos significaba comida, y mucha comida. A pesar de los esfuerzos de mis padres para evitarlo, me enamoré de la comida y mentí al respecto. Visitaba a mis tías, tíos y abuelos, me atiborraba y luego regresaba a casa para decirles a mis padres que había comido “saludablemente”. La salud tuvo una definición muy retorcida durante la mayoría de mis primeros años de vida.
Pronto me fui cada vez más a la deriva en mi búsqueda de salud, enfoque y mi propia identidad. Ese conflicto interno eventualmente llevó a un deseo de hacer un cambio positivo. Pude ver cómo ser vegano había transformado para mejor la vida de mis padres, y me di cuenta de que mi autoimagen estaba determinada, en gran medida, por mi sobrepeso. En marzo de 2013, como estudiante de octavo grado con 14 años, me hice vegetariano para probar la experiencia, y en abril me hice vegano. Habiendo hecho esa transición, es de esperar que mi historia terminara allí con un final feliz, al menos en términos de mi salud física. Desafortunadamente, mis desafíos apenas comenzaban.
Tres meses después de volverme vegano, tuve problemas durante las 70 millas (112 km) de esa caminata de Philmont, pero terminé. Vi esa caminata como mi capítulo entre la escuela secundaria y la preparatoria. Sin embargo, en ese primer semestre de la escuela secundaria me perdí, me sentí solo y tuve un dolor de estómago que casi siempre estuvo presente mientras lidiaba con el estrés y la ansiedad de los errores y sus consecuencias. Puede que haya sido vegano, pero vegano de comida chatarra, y esa dieta deficiente contribuyó, en gran medida, a mi espiral emocional descendente.
Cerca del final del semestre, mi padre se sentó a hablar conmigo y me hizo saber, de la manera más compasiva, que siempre estaba allí para mí. La conversación entre lágrimas y profundamente emotiva que siguió fue el catalizador de la asombrosa iluminación que experimentaría durante los próximos años.
Sin embargo, ese cambio no ocurrió de inmediato. Ocho meses después de esa conversación decisiva con mi padre, comencé a desear una nueva aventura como Philmont: una que me desafiara profundamente y me proporcionara una meta por la cual trabajar. Pronto descubrí el John Muir Trail, o JMT, como se le conoce comúnmente, un sendero de 211 millas (339 km) que va desde Happy Isles, en el valle Yosemite hasta el pico del monte Whitney, el pico más alto en los 48 estados contiguos. El camino inmediatamente capturó mi fascinación, y me acerqué a mi padre para que intentara hacer la caminata conmigo. Estuvo de acuerdo, pero me dijo que lo haríamos a su manera: ligero y rápido, como el corredor de ultrafondo que es. Donde la mayoría de la gente hace el recorrido durante aproximadamente tres semanas, decidimos hacerla rápidamente en diez días.
Durante los siguientes diez meses, usando el sendero John Muir como un motivador extrínseco y mi misión de mejorarme como intrínseco, me forjé como un fuerte corredor de ultrafondo. Mi padre y yo nos aventuramos en todas partes, desde el noroeste del Pacífico al fondo del Gran Cañón, hasta nuestros senderos locales en la preparación.
Desde el momento en que comencé a correr, comencé mi transición del estilo de vida vegano de comida chatarra al estilo de vida basado en plantas, que me daría el combustible que más necesitaba.
Una parte vital de esos diez meses, junto con la carrera, fue concentrarme en lo que comía. Desde el momento en que comencé a correr, comencé mi transición del estilo de vida vegano de comida chatarra al estilo de vida basado en plantas, que me daría el combustible que más necesitaba. Me tomó mucho tiempo refinarlo, y todavía lo estoy refinando todos los días, pero el gran paso de eliminar el pan y los azúcares procesados me ha demostrado que alimentarse verdaderamente no es simplemente eliminar el consumo de productos de origen animal, sino no comer nada que te haga daño. Mi enfoque ha estado basado en la paz, no solo la paz con los animales, sino también la paz conmigo mismo. ¿Por qué me envenenaría con harinas procesadas, azúcares y productos químicos simplemente porque son “veganos”? Como cuando seguimos nuestros caminos más verdaderos, debes soltar lo que no te sirve. Yo digo que comas alimentos que te hagan sentir realizado, no que te llenen.
Entonces, con una preparación deliberada para abastecernos, el 15 de julio de 2015 nos pusimos en marcha en el sendero de John Muir, y ese día (exponencialmente más difícil que Philmont) se convirtió rápidamente en uno de los más arduos de mi vida. Las montañas de Sierra Nevada dan una buena paliza, de todas formas, pero como corredores de senderos estábamos acostumbrados a llevar un equipo mínimo y movernos relativamente rápido por el terreno. Incluso con una mochila extremadamente ligera, no estábamos acostumbrados a tener peso sobre nuestras espaldas. En últimas, esa sería nuestra perdición.
La aventura en el sendero de John Muir que vivimos mi padre y yo, de la cual hicimos 60 (96 km) de las 211 millas (339 km), puede parecer un fracaso para la mayoría. No completamos el trayecto que nos habíamos propuesto realizar. Sin embargo, no veo el fracaso como algo que me frene. Ese viaje, específicamente debido a su brutalidad y al hecho de que no terminamos, moldeó mi vida para siempre. Me dio una idea de lo que era capaz, tanto en grandes aventuras como en la vida cotidiana. Me permitió revelar aspectos de mí mismo que nunca supe que existían, lo que alimentó mis esfuerzos a futuro.
El fracaso y la incomodidad son maestros sabios, es vital recordar eso. Pero realmente aprendemos sus lecciones cuando seguimos adelante y nos negamos a rendirnos. Philmont y el sendero de John Muir fueron parte de un camino hacia el crecimiento personal que nunca esperé, y al apegarme a ese camino, finalmente pude completar la brutal y transformadora carrera Bryce Canyon 100 el año pasado. Ahora puedo anhelar la próxima aventura, sabiendo que tengo la fuerza para soportarla.
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