
Fue en junio de 1982, en una conferencia de prensa en Washington, DC, que un grupo de científicos reconocidos internacionalmente presentó el informe del Consejo Nacional de Investigación respecto a la dieta, la nutrición y el cáncer.[1] El informe recibió una amplia cobertura periodística, críticas por parte de la industria más afectada por sus hallazgos y, según algunas autoridades, históricamente la mayor cantidad de solicitudes de un informe publicado por nuestro patrocinador, la prestigiosa Academia Nacional de Ciencias.
¿Por qué recibió tanta atención? Al cabo de más o menos dos años, seis reuniones de tres días, un millón de dólares y una cantidad considerable de tiempo dedicados a la revisión de lo que resultó ser una gran cantidad de información, logramos resumir la evidencia científica sobre la asociación de la dieta con el cáncer. El gran interés suscitado se debió a nuestras recomendaciones provocativas de reducir la ingesta de grasa y aumentar el consumo de frutas, hortalizas y productos derivados de cereales integrales.
Hoy, pasados diecisiete años, estas recomendaciones dietéticas para reducir el riesgo de cáncer suenan muy familiares, incluso son prácticamente idénticas a las recomendaciones para reducir el riesgo de enfermedades cardiovasculares. Sin embargo, en aquel momento parecieron ser un mensaje pesado para muchas personas, pues indicaban un cambio significativo en las prácticas alimentarias: una transición de los preciados patrones alimentarios estadounidenses centrados en la carne y los lácteos a un estilo de alimentación más basado en plantas. Las recomendaciones del informe tenían enormes implicaciones económicas, sugerían cambios considerables en la política pública y ponían en tela de juicio ciertas creencias filosóficas y culturales profundamente arraigadas.
En medio de este panorama, a principios de la década de 1980, se usó el influyente “Estudio de salud de las enfermeras de Harvard” para investigar las recomendaciones de este informe y otros similares [2].
Aunque a partir de dicho estudio se generaron diversos informes muy difundidos sobre la dieta y las enfermedades, su objetivo más conocido era determinar si una menor ingesta de grasa podría asociarse con una menor incidencia de cáncer de mama. Antes del informe de la Academia Nacional de Ciencias, el cáncer de mama había recibido la mayor atención entre todos los tipos de cáncer. Un análisis del consumo de grasa en relación con el cáncer de mama en un par de docenas de países de todo el mundo demostró que cuanto más alto es el consumo de grasa, mayor es la incidencia de este cáncer; también existe una asociación similar de la grasa con el cáncer de colon [3][4].
Si bien el estudio de salud de las enfermeras es digno de admiración por su productividad y por la calidad de su ejecución, el efecto que tuvo en la comprensión general del campo de la dieta y las enfermedades es de cierto modo lamentable. Tal vez a muchas personas les sorprenda saber que este estudio no demostró ninguna relación entre el consumo de grasa y la incidencia de cáncer de mama en el grupo de mujeres estudiadas. Esta observación ha dado cierta credibilidad a los argumentos planteados por personas que nunca creyeron que la alimentación está relacionada con el cáncer. Lo que podría ser peor, ha causado una gran confusión en el público y ha menoscabado la importancia de la dieta en la prevención de enfermedades.
El mensaje principal de este artículo es que, si bien la evidencia sobre la asociación entre la grasa dietética y el cáncer de mama observada en este estudio es convincente, su interpretación no lo es.
Creo que el problema radica en centrarse en un solo macronutriente, la grasa, en lugar de prestarle atención a la dieta completa. Sucede que cuando los estadounidenses reducen la cantidad de grasa en la dieta, tienden a elegir versiones bajas en grasa de los mismos alimentos, como carnes magras en lugar de grasas, o mayonesa y helados bajos en grasa en lugar de las versiones originales más ricas en grasa. Según se demostró en una investigación separada con mujeres estadounidenses, al reducir la grasa de esta manera, aumenta la proporción de calorías procedentes de alimentos de origen animal [5][6].
Impresionantes pruebas de otros estudios indican que, en todo caso, las dietas ricas en proteína animal aumentan el riesgo de cáncer de mama por una serie de razones empíricas y teóricas. Si en el estudio de salud de las enfermeras hubo dicho aumento en la proteína animal (lamentablemente, los datos no están disponibles para confirmarlo), la falta de asociación observada entre la grasa dietética y el cáncer de mama es exactamente el resultado que debería haberse esperado.
En retrospectiva, parece que nuestro panel de expertos de 1982 pudo haber cometido un error al hacer la recomendación específica de reducir a un 30 % la ingesta promedio de grasas en aquel entonces, que equivalía al 38 % de las calorías. Posteriormente, se explicó mal esta recomendación sobre un grupo de nutrientes específico y se abusó de ella. Estaba demasiado centrada en la grasa en sí misma. En ese momento, dijimos que no tenía sentido manipular la ingesta de nutrientes individuales en lugar de la alimentación general para prevenir el cáncer (eliminar una pequeña cantidad de grasa no tenía más sentido que añadir algunos suplementos nutricionales), pero, de alguna manera, este mensaje más difícil de aplicar quedó oculto.
Al incluir una recomendación específica sobre la grasa dietética, nuestro informe dejó la puerta abierta para que el público no especializado, los empresarios comerciales y las comunidades biomédicas profesionales creyeran que las intervenciones con un solo nutriente podrían ser útiles para prevenir el cáncer. La industria de los suplementos nutricionales explotó, la industria de la investigación científica gastó millones de dólares tratando de averiguar cuáles suplementos podrían funcionar y se aconsejó a los consumidores que redujeran singularmente la ingesta de grasas, como si esto tuviera sentido desde el punto de vista nutricional. Se volvieron comunes los términos centrados en las intervenciones con un solo nutriente, incluidos quimioprevención, fitoquímicos y fitoestrógenos.
Una estrategia más eficaz para reducir la grasa dietética y prevenir el cáncer sería dejar de consumir alimentos que contienen grasas y proteínas animales, y enriquecer la dieta con frutas frescas, hortalizas, cereales integrales, legumbres y otros alimentos de origen vegetal. Esto lograría las recomendaciones descritas en el informe y además alteraría la composición de toda la dieta.
En un intento de que se considerara mi punto de vista, recientemente envié una carta al editor de la Revista de la Asociación Médica Estadounidense (JAMA, por sus siglas en inglés) como respuesta a una de las publicaciones más recientes sobre el estudio de salud de las enfermeras. Aunque he publicado cientos de artículos científicos, probablemente de menor importancia en su mayoría, mi carta fue rechazada. Sorprendido por esta decisión, la publiqué aquí en este sitio web. Ha quedado muy claro que a menudo se ignoran las pruebas convincentes que favorecen el consumo de alimentos de origen vegetal (y no me refiero a los nutrientes individuales) porque su publicación se deniega o se limita a revistas médicas y científicas con poca exposición.
Nunca me ha molestado el debate científico ni tampoco lo evito. De hecho, lo disfruto. Como resultado, he exhortado a los investigadores del estudio de salud de las enfermeras (conozco bien a sus investigadores principales) a que comenten mi carta para que los lectores puedan evaluar por sí mismos la relación entre el cáncer de mama y la dieta. Espero que los investigadores respondan para que podamos publicar sus respuestas. Mientras tanto, comparta usted sus opiniones.
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