Vitamina, una palabra para todas las estaciones, una palabra profundamente incrustada en nuestro cerebro desde que éramos niños. Cuando era niño, recuerdo que mi tía le insistía a mi madre que ella estaba segura de que llegaría el día en que los alimentos serían algo del pasado, y las tabletas de vitaminas algo del futuro. Los niños tomábamos aceite de hígado de bacalao cada mañana con nuestro jugo de naranja, con la esperanza de mi madre de que su vitamina A nos hiciera fuertes y libres de enfermedades. “¡Qué tiempos aquellos!”, dijo Archie Bunker. Ahora, aquí estamos, 50 años más tarde y, aunque la mayoría de nosotros todavía dependemos de los alimentos, más de la mitad parecen estar tomando un tipo u otro de vitamina. Han pasado muchos años y muchas ideas han venido e ido por su camino, pero las vitaminas parecen ser una constante —es decir, crecen cada vez más en importancia—.
¿Por qué estos nutrientes están tan establecidos en nuestras mentes, tan impermeables al cambio? ¿Qué son estas cosas? ¿Son, más o menos, prácticamente lo mismo? ¿Son todas las vitaminas esenciales, por lo cual se deben consumir casi todos los días?
Sin duda, la historia de la vitamina es una saga que se puede medir en décadas, tal vez en siglos, tal vez es una historia sin fin. No es una moda. Estos artículos tienen un rico pasado, un adinerado presente (al menos para los fabricantes de vitaminas), y un futuro probable. Pero, ¿a dónde nos conduce este camino? En las próximas ediciones, sin duda, estaremos comentando sobre nuevas historias de vitaminas, que siempre están surgiendo. Para rastrear el significado de estas historias, sugiero que nos detengamos para evaluar cuáles son los fundamentos de este interés bastante intenso en las vitaminas. Por lo tanto, este editorial establece algunos antecedentes que pienso utilizar en futuros artículos del boletín informativo.
Comencemos con una definición. La definición tradicional de una vitamina dice así, según mi diccionario médico: “Un término general para una serie de sustancias orgánicas no relacionadas que se presentan en muchos alimentos en pequeñas cantidades y que son necesarias para el funcionamiento metabólico normal del cuerpo”. En primer lugar, la palabra “pequeñas” necesita cierto énfasis. Las cantidades diarias de vitaminas recomendadas para el consumo pueden ser tan bajas como tres microgramos para la vitamina B12 —¡una pequeña y diminuta onza de esta cosa es casi lo suficiente para diez millones de personas!— a 1,5 miligramos por día de riboflavina —una onza duraría en una persona cerca de 50 años—. La única excepción relativa es la vitamina C: necesitas “toneladas”. Excepto para aquellas personas con megadosis que toman una onza cada tres días, la cantidad diaria recomendada (60 miligramos, que por cierto creo que es demasiado baja) requeriría alrededor de una onza en poco más de un año. Nota: una pequeña advertencia. Solo porque estas cantidades son pequeñas (por eso son micronutrientes), no debemos minimizar su importancia fisiológica. No las consumas por un tiempo y tu salud ya no existirá.
Ahora vamos a avanzar a otro punto sobre estas “piezas de oro”. El diccionario dice, y los expertos están de acuerdo, con que estos micronutrientes son “necesarios para el funcionamiento metabólico normal del cuerpo”. Son esenciales, lo que significa que el cuerpo debe consumirlos ya hechos; no podemos sintetizarlos desde cero. Sin embargo, aquí es donde yo, personalmente, tomo una vía alterna —con respecto a esta definición— porque no puedo estar de acuerdo con la burocracia de la ciencia en cuanto a qué consideran que es una vitamina. Esta no es una diferencia trivial de opinión porque las consecuencias para la salud de este malentendido ya han causado graves desgracias.
Para tener una idea de lo que es una vitamina, volvamos al principio del descubrimiento de las vitaminas, durante la primera parte de este siglo, cuando había ciertas enfermedades por deficiencia de nutrientes —beriberi, escorbuto, pelagra— que pedían urgentemente una solución. Las noticias del mundo de la ciencia de que los extractos de ciertos alimentos podrían prevenir e incluso curar estas enfermedades generaron un gran entusiasmo, tanto dentro como fuera de las comunidades científicas y de investigación médica. El hecho de que la vitamina C pudiera curar el escorbuto, la tiamina (vitamina B1) pudiera curar el beriberi, y la niacina pudiera curar la pelagra envió un mensaje que la ciencia seguramente había descubierto nutrientes con impresionantes credenciales de promoción de la salud (aunque ahora sabemos que estos vínculos no son tan simples). El concepto de las vitaminas estaba en camino a un comienzo prometedor.
Además, en esos primeros días, uno de los primeros hallazgos mostró que algunas vitaminas eran solubles en grasa y otras en agua. Nombradas de acuerdo con su secuencia de descubrimiento, tuvimos A, B (muchos tipos), C, D, E y K. La carrera se trataba de descubrir una vitamina para todo tipo de dolencias, tanto en humanos como en animales de laboratorio. Se observaba cualquier tipo de mejora en la salud producida experimentalmente por un poco de alimento. Incluso se contaba el aumento en la tasa de crecimiento de los jóvenes, lo que significaba generalmente que la tasa de crecimiento más rápida también era la mejor. Aunque las vitaminas arriba mencionadas fueron ordenadas a la lista oficial, no todas las declaraciones de nuevas vitaminas fueron aceptadas. Las vitaminas P, G, H, y algunas otras no lo lograron.
Esos fueron días excitantes (1920-1940) para la ciencia nutricional, y continuaron hasta eclipsarse a principios de los años cincuenta por el notable descubrimiento de la estructura del ADN por James Watson y Francis Crick. El ADN era la materia de los genes y, desde entonces, cualquier asunto genético ha dominado la agenda de la investigación biomédica. De hecho, el descubrimiento de nuevas vitaminas fue dicho por muchos que ha llegado a su fin.
Aunque la investigación sobre los efectos más amplios de la alimentación ha sido relegada al tercer nivel en la investigación biomédica y las comunidades clínicas, la investigación sobre las vitaminas individuales, especialmente durante las últimas dos décadas, no lo ha sido. Desafortunadamente, esta investigación se ha desarrollado, desde mi perspectiva, de una manera atropellada.
No existe una clara comprensión de lo que es una vitamina y lo que no es. Si una sustancia química alimenticia es “oficialmente” reconocida como una vitamina, goza de una entrada ventajosa al laboratorio de investigación. Otras sustancias, que ahora se sabe tienen interesantes actividades de promoción de la salud, no gozan de este mismo estatus. Es como si hubiéramos cerrado el capítulo sobre la lista oficial de vitaminas hace unos 30 años. No importa si algunas de estas sustancias no pertenecen a la lista y otras lo hacen. Estar en la lista, como en los órdenes sociales, desafortunadamente hace una diferencia, sin importar si hay o no mérito. Los miembros que están dentro cuentan, pero no cuando están relegados y no han sido iniciados. Esta incertidumbre, especialmente entre los investigadores con poca o ninguna formación en nutrición, puede generar grandes errores y muchos fondos desperdiciados.
Para obtener una mejor apreciación de este problema, vuelve a considerar dos puntos; en primer lugar, la parte de la definición que dice que una vitamina es un nutriente esencial (debe ser consumido de manera bastante regular) y, en segundo lugar, qué sustancias conforman la lista de vitaminas “oficial” más conocida. Esta lista, la de la Junta de Alimentación y Nutrición (FNB, por sus siglas en inglés) de la Academia Nacional de Ciencias, incluye: vitamina A, tiamina, riboflavina, niacina, B6, folacina, B12, C, K, biotina, ácido pantoténico y D, según la mayoría de otros expertos.
De entrada, las “vitaminas” A y D no son vitaminas porque no son esenciales; no necesitan ser consumidas, como lo requiere la definición. La vitamina A (retinol) es solo un metabolito de la verdadera vitamina, Ã>-caroteno (no aparece en la lista). El consumo de cantidades adecuadas de Ã>-caroteno proporciona al cuerpo todo el retinol que se necesita. El cuerpo convierte parte del Ã>-caroteno en retinol y utiliza parte de él para otros fines. El cuerpo decide cuánto va en qué dirección y, en el proceso, mantiene niveles circulantes de retinol dentro de límites bastante estrechos.
La vitamina D tampoco es esencial porque puede ser sintetizada por la piel expuesta al sol, luego se transporta a otras partes del cuerpo donde se utiliza. La síntesis y el viaje a otros lugares la convierten en una hormona, no en una vitamina. Una vez más, las cantidades de vitamina D y sus metabolitos que circulan son controlados cuidadosamente por el cuerpo según sus necesidades.
En ambos casos, consumir cantidades adicionales de vitaminas A y D corre el riesgo de violar el orden natural de las cosas al exceder los límites superiores de circulación deseados por el cuerpo. ¿Es de extrañar, entonces, que estas sean las dos vitaminas con el mayor número de informes de toxicidad? ¿Sabías, por ejemplo, que niveles más altos de ingesta de la vitamina A en realidad pueden aumentar, no disminuir, el riesgo de cáncer? Además, ¿sabías que estas son las únicas dos vitaminas que solo se encuentran en las carnes (un tipo diferente de vitamina D puede estar presente en algunas plantas)? Históricamente, es claro ahora que al principio fueron etiquetadas como vitaminas en un momento en que el consumo de cantidades abundantes de alimentos de origen animal se consideraba aconsejable.
No quiero decir que el consumo de vitaminas A y D, como suplementos o como añadido a los alimentos nunca sea útil, pero sí quiero decir que los beneficios que se obtienen, si los hay, se observan, en teoría, solo cuando la ingesta de Ã>-caroteno (de la materia vegetal con color) y la exposición al sol son inadecuadas. Ambas de estas presumidas “vitaminas” son descendentes de sus principales fuentes y son estas fuentes las que debemos enfatizar.
La tragedia del malentendido de este asunto es que probablemente cerca de mil millones de dólares, por ejemplo, se han gastado en el último par de décadas para demostrar que la vitamina A podría prevenir el cáncer en varias partes del cuerpo. Los resultados han sido muy decepcionantes —incluso peligrosos— para algunos voluntarios. Si tan solo al principio se hubiera prestado alguna atención a la idea de que meter a la fuerza más vitamina A en una reserva ya regulada en gran parte era una violación del orden natural de las cosas, estaríamos en muchos menos problemas.
El segundo problema con la definición convencional de vitamina es que es demasiado restrictiva. Omite las miles de sustancias químicas que provienen de las plantas (fitoquímicos) que ahora está demostrado que tienen actividades útiles para la prevención de enfermedades crónicas degenerativas. Por supuesto, estas actividades deben ser desarrolladas solo en el contexto de los alimentos sin procesar, de nuevo donde el orden natural hace lo suyo a su propio tiempo y bajo sus propias condiciones.
En ambos casos, la innecesaria inclusión de las vitaminas A y D en la mayoría de las listas oficiales de vitaminas y la exclusión de las sustancias químicas de las plantas reflejan el grave sesgo que favorece el consumo de comidas de origen animal en años anteriores y todavía con demasiada frecuencia en años presentes (las vitaminas de origen animal están de manera incorrecta en la lista, mientras que las posibles vitaminas basadas en plantas están fuera). Estas opiniones ortodoxas sobre la nutrición con vitaminas y las definiciones de vitamina han socavado la investigación sobre el valor que tienen los alimentos basados en plantas en la promoción de la salud. Sugiero que rediseñemos nuestras opiniones sobre las vitaminas, y simplemente digamos que aquellas cosas buenas que promueven nuestra salud, de tantas maneras, están presentes en abundancia en los alimentos de origen vegetal. Consumir comidas de origen animal o suplementos vitamínicos no es necesario para lograr la salud “vitamínica”. En el mejor de los casos, llenarán algunas carencias cuando decidimos no hacer lo correcto.
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