La agricultura industrial, en particular la ganadera, se encuentra en el centro de los retos medioambientales más urgentes de la humanidad: deforestación, pérdida de biodiversidad, extinción masiva, escasez de recursos naturales, emisiones de gases de efecto invernadero, y contaminación generalizada, desde el aire que respiramos hasta los océanos y vías fluviales. No hay otro comportamiento humano con más capacidad de destrucción, salvo la guerra nuclear; ¿cómo explicamos nuestras habilidades de supervivencia o nuestra prudencia, si nuestro método preferido de alimentarnos también está destruyendo la vida y la red de sistemas medioambientales en todo el planeta?
¿Podremos decir que la agricultura industrial es exitosa al menos en otros aspectos? La inapropiadamente llamada revolución verde del siglo XX prometía que la agricultura industrializada iba a lograr al menos aumentar el rendimiento total y alimentar a la gente de forma más eficiente — un objetivo cada día más importante, ya que la población mundial sigue aumentando (se estima que la población mundial aumentará otro 35 % para 2050)[1]. Pero ¿lograremos esta eficiencia prometida? No mientras sigamos eligiendo comidas de origen animal.
Con todo lo que se habla sobre la necesidad de aumentar la producción de alimentos, te sorprendería saber que ya producimos mucho más de lo necesario para alimentar a la población actual.
Según una investigación publicada en 2018, “la producción actual de cultivos es suficiente para proporcionar alimentos a la población mundial proyectada de 9,7 mil millones en 2050”, pero se necesitan cambios radicales para garantizar que esta producción de cultivos alimente efectivamente a las personas.[2] Estos cambios incluyen “reemplazar la mayoría de la carne y los productos lácteos con alternativas basadas en plantas, y una mayor aceptación de los cultivos comestibles que actualmente se les da a los animales”. Los autores concluyen: “Nuestro análisis no encuentra argumento nutricional alguno para darle a los animales cosechas para humanos, práctica que reduce la provisión alimenticia de calorías y proteínas”.
Para que nos hagamos una idea de lo efectivo que podría ser el cambio a una alimentación basada en plantas, consideremos que actualmente sólo el 55 % de la producción de cultivos alimenta directamente a seres humanos , mientras que “el resto (cerca del 36 %) se le da al ganado y aproximadamente el 9 % se convierte en biocombustibles y productos industriales”[1].
El artículo citado habla específicamente de los cultivos comestibles para humanos que se dan a los animales. Los defensores de la industria de la alimentación animal se empeñan en hacer esta distinción porque resulta que la mayor parte del alimento para ganado — hasta un 86 % — no es apto para el consumo humano[3]. Argumentan que el ganado es una buena fuente de nutrición porque convierte materiales no aptos para consumo en carne comible.
El fallo de este argumento es obvio: para empezar, no necesitamos reservar tanta tierra ni producir tanta biomasa no comestible. No es como si la comida con la que se alimenta al ganado estuviera destinada a A) convertirse en comida para animales o pienso o B) ser desperdiciada. Centrarse tanto en esta cifra del 86 %, como si los alimentos no comestibles para el ganado fueran a existir independientemente de lo que elijamos comer, es crear un dilema falso, que ignora muchas otras posibilidades, especialmente la obvia transición de la producción de cultivos no comestibles a cultivos comestibles.
Aún si una proporción significativa de las tierras de pastoreo no fuera apta para el cultivo, la cantidad que podríamos convertir en tierras de cultivo es más que suficiente para aumentar drásticamente el suministro mundial de alimentos. Si pensamos en la cantidad de alimentos que ya se consumen en el mundo y que proceden de menos de una cuarta parte de toda la superficie agrícola: nos daríamos cuenta que más del 80 % del suministro total de calorías procede de alimentos de origen vegetal.
Los investigadores calculan que unos 700 millones de hectáreas de praderas utilizadas actualmente para la ganadería podrían convertirse en tierras de cultivo[3], lo que equivale a unos 1,730 millones de acres de tierras de cultivo, una superficie casi tan grande como la de los 48 estados contiguos de Estados Unidos. A esto hay que añadir los cultivos comestibles para humanos y las tierras de cultivo que actualmente producen alimentos no comestibles para ganado. Con semejante aumento del abastecimiento de alimentos, podríamos mantener fácilmente a una población cada vez mayor y, al mismo tiempo, recuperar las praderas no aptas para el cultivo de alimentos, promover el retorno de la biodiversidad y facilitar el secuestro de carbono.
El despilfarro de comidas de origen animal está reconocido desde hace décadas. Hace más de 25 años, el ecologista de Cornell, David Pimental, informó sobre los casi 800 millones de personas que podrían alimentarse con el grano que se le da al ganado[4]. Y eso sin contar los beneficios adicionales de la transición hacia sistemas agrícolas sostenibles basados en plantas.
Respecto al desperdicio de alimentos — si redujéramos el desperdicio, ¿tendría menos consecuencias el derroche inherente en nuestros sistemas de producción de alimentos?
No hay duda de que el desperdicio de alimentos es un problema enorme. Se calcula que una cuarta parte de las calorías de los alimentos se pierden o se desperdician antes de su consumo [1]. Debemos abogar por eliminar este desperdicio en la medida posible. Pero mientras tanto, ¿no debería ampliarse el discurso sobre el desperdicio de alimentos para incluir una crítica más profunda de la agricultura animal? Si las ineficiencias de este sistema son tan insensatas e imprudentes como sugieren los datos, ¿no deberían las comidas de origen animal en nuestra nevera recibir por lo menos tanto escrutinio como las verduras descompuestas?
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